lunes, noviembre 26, 2007

Crónicas de la India III. La gitana de Pushkar

Una gitana del desierto de Rajastán me coge la mano y, sin esperar contestación, aprieta la bolsa con gena que vertirá sobre mi palma. La sustancia es fría. Dibuja una flor que se abre y forma enredaderas. Cuando la gena se seca, la retira con una cuchilla y mi tez es anaranjada. Por la noche será de color rojo intenso, me dice. Explica que ha venido desde Jaisalmer caminando hasta Pushkar en un viaje de dos semanas y que su campamento está a menos de un kilómetro. Va a bailar para mí.

Todos los gitanos vienen de Jaisalmer, es como la versión india de la historia de los niños de París. Caminamos entre camellos y en mis pies inexpertos se clavan cardos ocultos en la arena. A lo lejos se escucha un ruido indefinible que procede de las atracciones de feria. La que más triunfa es una donde unas adolescentes ataviadas de ropas y joyas baratas amagan con bailar. El público varonil nutre la sala y se frota las manos. Pero las chicas nunca bailan del todo y luego se convierten en esqueletos. La gente compra cacahuetes tostados o toma chai. Algunos nómadas con turbante discuten cuántas rupias cuesta un camélido de 500 kilos. En un santiamén todo el mundo tiene una opinión y si te descuidas tendrás que facturar en el aeropuerto un peso extra. Sigues caminando y mujeres con pendientes que cuelgan entre la nariz y la oreja, vestidas con saris de tonos azules, verdes y rojos y cargadas con niños desnudos se ofrecen para fotografiarse contigo. Eres un cajero automático andante.

Te dejas engañar por la gitana Sunita, la de la gena. Vestida de negro baila a los impulsos musicales de una flauta para encantar serpientes. Esta vez, la serpiente domesticada eres tú, que asistes embelesado a la multiplicación exponencial de la familia de quien en esos momentos te cautiva con sus movimientos. Sunita luego te pedirá un dineral con su inglés de negocios y tú te pondrás serio y querrás dar baldías lecciones de moral eurocéntrica, pero como ya te esperabas la jugada, le dices que la acompañas a comprar comida. Azúcar, harina, plátanos, aceite y manzanas. El saco no tiene fondo hasta que tú se lo pones. Tristemente. Los niños te rodean de repente y todo son risas. Haces el avión con ellos y marcas un gol al calor que cae como un yunque en tu cabeza. Todavía no has sacado ningún caramelo pero ya aparecen unos alborotadores. Son los pillos que la acabarán liando. Enseñar un billete es provocar una pelea masiva, porque nunca habrá suficientes billetes y siempre demasiadas manos. Así que sacas crema para el sol y se mueven las visagras. Suben y bajan los brazos, como una ola. Como un maremoto.

El suave tacto de la crema con la piel y su azucarado olor les hace sentirse especiales. Su oscura piel no lo necesita. Pero les devuelve a su inocencia. A sentirse, sólo por un momento, centro de atención para algo. Acabas escapando de la situación. Y una luna enorme comienza a aparecer en la noche de Pushkar. Se escuchan los eructos interminables de los camellos, huele a humo de hogueras en las que alguien prepara panes chapati, mientras el resto fuman biris, pequeñas hojas de tabaco enrolladas. La oscuridad se vuelve luz y ruido cuando entras en el pueblo, un bazar de vastas dimensiones. A izquierda y derecha aparecen tiendas que no cierran nunca en las que se venden bolsos y kurtas, estatuas de Ganesh y saris. Por el camino se levanta también alguna terraza recomendada por Lonely Planet, la religión del viajero en la India. El premio gordo de la lotería turística para todo comerciante y empresario, quien no dudará en cantar su regalo a los cuatro vientos. No sé si los cuatro, pero el viento sopla un poquito. Las noches caen heladas a medida que se acerca el invierno. Peligrosa oscilación. Vuelvo al hotel cansado, pero dispuesto a soñar profundamente.



Fotos: En la primera imagen, un camello (en realidad dromedario por tener sólo una joroba, pero aquí se los llama a todos camellos) de los más de 50.000 que a finales de noviembre se dejan ver en la feria de Pushkar. Se aprecia que está relajado. Quizás por los efectos del opio, una sustancia que en algunas zonas del estado de Rajasthan consume hasta el 40% de la población. En la segunda instantánea, mujeres gitanas del desierto vestidas con saris. Intentan obtener algunas rupias dejándose fotografiar con los turistas o pintando las manos de éstos con gena. En la última fotografía, tres hombres rajastanís discuten el precio de un camélido y fuman biris. Su postura agachada es muy típica.


El ruido en la India: homenaje de resignación

El claxon de los coches, una lanza afilada / la invocación musical de las mezquitas, un martillo incandescente / la radio del tren a las 5 de la madrugada, un látigo con cabeza de serpiente / el vendedor ambulante, perdigones en todas direcciones / Saturación, saturación, saturación: nebulosa

------------

Cuando se te clava un aguijón metálico en el tímpano y expulsa el veneno sonoro que recorre todo tu cuerpo, la primera reacción es de sobresalto. La luz blanca se vuelve nebulosa y te sientes entumecido. Huir hacia delante y hacia detrás es una alternativa errónea, pues el aguijón ya te ha penetrado, encontró un desfiladero indefenso por el que se deslizó abruptamente y ya no puede salir de ti. Tampoco puedes eliminarlo. Se volatiliza y relativiza su presencia. Es parte de ti allí donde estés. En realidad, se trata de un antídoto mágico. La sustancia ruidosa se transformará constante y radicalmente y te sumergirá desafiante en una orgía de sonidos irregulares, saturados, a veces agudos, otras graves, a menudo horteras y desatinados, siempre a destiempo. El veneno tomará diversas formas que con el paso fugaz del tiempo se materializarán en un silencio irreal y en una paz quimérica.


martes, noviembre 20, 2007

Crónicas de la India II. El país sin precios

“Namaskar baisab, estoy buscando un saco de dormir. ¿Dónde puedo conseguir uno?”. El maisán me dice que espere un momento en mi lugar. Hago un amago de acompañarlo, pero enseguida me indica con la mano que me quede en ese puesto del mercado. Los indios siempre dicen tener una solución a todo. Aunque en realidad no la tengan. Dos minutos después aparece con dos sacos bajo el brazo. La pintura gris de Adidas se corre hacia los lados. “How much?” Me mira a los ojos y ve al inexperto que hay en mí y suelta con confianza: “1.600 rupias”, que son 32 euros. Todo un dineral en la India. Me enfado,-“¿estás loco o qué?”- y él me contesta que es “good quality”. Siempre es todo de buena calidad, cualquier bagatela. Le digo que como mucho le pago 100 rupias, que de dónde se ha caído. Me pide un precio razonable, pero el sólo baja 300 rupias de su desorbitada ilusión. La discusión se prolonga y yo me marcho. Hay que hacerlo para demostrar personalidad regateadora. El maisán me sigue por todo el mercado. Qué pesado. Le chapurreo en hindi que me deje en paz y entonces comienza a ofrecer cifras algo más razonables. Un corro de indios nos mira y se ríe. Gritamos mucho. Gritar entra dentro del ritual. Hay que enfadarse para pelear hasta la última rupia. Al final consigo dos sacos por 500 rupias (9 euros). Cuando ya tiene el billete en la mano me pide otras 20 rupias. Siempre hay un último intento.

India. País sin precios. Se puede regatear desde la comida en el restaurante más barato hasta una noche en el hotel más lujoso. Difícilmente pagan dos personas la misma cantidad por la misma cosa alguna vez. Los rickshaws o minitaxis son siempre una disputa. Casi nadie utiliza el contador. Para el recién llegado cuesta hacerse a la idea de que las cosas no tengan un precio marcado. Como además se trata de un país de profundos contrastes -en el que conviven puerta con puerta la más absoluta miseria con el lujo más desorbitado- la inseguridad y el desconcierto son máximos.

Crónicas de la India I

Venía de Múnich tras una visita relámpago. Una ciudad pulcra y soberbia, invadida por un chovinismo muy de la broma pero sentido de corazón. Y llevo más de un año viviendo en Berlín, donde los pequeños placeres están a la orden del día. La Europa del ocio y del negocio. Del bienestar occidental. Aquí, los jóvenes pueden estudiar casi hasta los 30 años sin que a nadie se le caiga el mundo encima por ello y un metro te lleva de una punta a otra de la ciudad en 50 minutos. Creo que es importante saber de dónde vienes para entender adónde vas. Me iba a la India. Para un mes. Para abandonar por primera vez el Viejo continente. Uno nunca está del todo preparado para la suerte de experiencias que se le avecinan. Hay quien dice que a la India se la ama o se la odia y que lo más sencillo es que uno se debata entre estas dos sensaciones en numerosas ocasiones.

Existe un shock inicial. El de las multitudes agolpándose en cada esquina. Bicicletas cargadas con diez veces su peso se abren paso entre varias hileras de coches y vehículos de toda índole. Si matemáticamente hay espacio para tres carriles nadie duda que serán seis a efectos prácticos. En la selva del tráfico de Nueva Delhi el claxon se incrusta en los oídos como un cuchillo y nunca te abandona. Especialmente porque si no tienes moto tu medio de transporte será un rickshaw o diminuto ciclomotor-lata verde de tres ruedas, cubierto por una estructura de plástico, a veces negra, a veces amarilla, y desarmado en los laterales, por lo que además del ruido chuparás todo el humo. Un buen momento para replantearse el dejar de fumar. A eso invitan las bronquitis crónicas, sólo aliviadas en cada semáforo con gargajos de 10 segundos de gestación, de todos los taxistas. Mejor olvidarse de los atestados autobuses, pues el más afortunado conseguirá un sitio en el techo. El metro no cubrirá toda la metrópolis hasta 2010 y, aún así, llegado este momento, parece difícil pensar que la selva se convertirá en estepa. Eso sí, lo que hay ya, está muy bien: limpio y espacioso.

Lo de limpio contrasta radicalmente. La ciudad es un hervidero de basura. Es curioso pero existe algún contenedor para reciclar plásticos. Aunque es sólo testimonial. Lo fácil es caminar cientos de metros sin divisar ni una sola papelera. El hastío conduce a uno a actuar como el resto, es decir, a depositar todo desperdicio en el suelo. Un suelo que para muchas personas es lo único que tienen. La pobreza es omnipresente en un país en el que se calcula que más de 400 millones viven con menos de un euro al día. Cuando no es un niño huérfano que clava sus uñas en el cristal de tu coche, es un lisiado que se enfrenta al tráfico en una carrera de obstáculos por conseguir unas rupias. Cualquier templo es un bazar de olvidados. Seguramente de intocables que luchan por llevarse algo a la boca. Y templos hay muchos. Muchísimos. La milenaria India tiene para regalar. Una vez me siguió casi un kilómetro un niño sin brazo. En otra ocasión, cinco chavales que no llegaban a los diez años se pegaron a mi cuerpo hasta que sus manos tuvieron una pequeña empanada. En el restaurante me echaron la bronca por darles de comer.

Cualquier turista occidental es un imán. Un grupo organizado, un filón. Especialmente en las grandes ciudades. Octavio Paz, que vivió durante seis años en la capital en los años 60 tras la independencia del país, escribía que Nueva Delhi se había creado con grandes paseos y avenidas. Tiene lugares de mucho encanto, como Lodi Gardens -sus jardines preferidos- o India Gate que culmina un infinito paseo flanqueado de césped y árboles con los majestuosos edificios gemelos del Secretariado central. Sin embargo, pocos grandes paseos como éste existen hoy en día. Mi amigo Agus, compañero en la universidad y ahora en Delhi tratando de explicar la idiosincrasia oriental desde EFE, me explica que una de las cosas que más añora de Barcelona es poder pasear con tranquilidad. Quien quiera hacerse esta urbe a pie estará enfrentándose a una utopía. Se ha construido tanto y con tan mala calidad, que muchas partes de la ciudad son hormigueros, cajas de cerillas sin caja y con el doble de cerillas. El espacio es un tesoro cuando sólo se puede disfrutar de él en algún parque. Cuando llegas aprendes pronto que aquí no basta con cinco sentidos. Los ojos abiertos y los oídos afinados. El movimiento es continuo, sino no sería movimiento. E India es movimiento. Dinamismo. Si te paras en un lugar verás pasar por delante de ti el mundo en un minuto.


Fotos: En la primera imagen aparece un conductor de rickshaw. Es el medio de transporte característico del país en todas las ciudades. Su turbante delata que pertenece a la religión de los sikh, considerados como una especie de secta, cuyos integrantes no pueden cortarse ningún pelo del cuerpo. La segunda foto fue tomada desde el coche que me transportaba por el estado de Rajasthan. En cada semáforo se acercan a ti niños y lisiados que hincan sus uñas en los cristales confiando conseguir unas rupias que les permitan comer ese día. Los ojos de los niños indios son de una profundidad intensísima. Son delatores de un existencia accidentada y precoz. La tercera instantánea corresponde al centro de Nueva Delhi. Es uno de los pocos grandes paseos que quedan -en los que realmente se puede pasear-, el que transcurre entre la Puerta de la India y el Secretariado central. El tráfico está algo restringido en esta zona.