La sonrisa de la ira
Cuenta una historia que había un niño que no sabía reír. Había intentado, en diversas ocasiones, esbozar una sonrisa, pero se lo habían impedido con caras grises y miradas agrias. El niño no comprendía el porqué de tanta contención. A su corta edad le parecía que una risotada no haría daño a nadie. Pero se equivocaba demasiado. En la ciudad un ejército de almas se encargaba de suprimir cualquier alegría por inocente que fuera.
La sustancia del conflicto tuvo su comienzo cuando el general sinvergüenza decidió una noche de brisa cálida de desierto que la risa podría incitar a las multitudes a rebelarse contra los propósitos divinos del pueblo. Se colocó la hebilla del cinturón de oro con cabeza de serpiente, y prohibió la risa. Al principio prohibió solamente aquellas carcajadas ofensivas en las que ríen todos y uno asume sus vergüenzas tragándose por momentos su propio hígado.
Esta fue una decisión que los más grises de la ciudad aplaudieron con una cara taciturna bastante cálida, mientras que los más cálidos del lugar agrisaron su rostro de manera inaudita y dibujaron un gesto muy acorde a la legalidad. Pero como las sonrisas infantiles y el resto de atrevimientos jocosos seguían impunes muchos ciudadanos buscaron en ellas una vía de escape para burlar la incorrección.
Esto desconcertaba al ejército de almas porque dejaron de saber dónde estaban los límites de la permisividad y se les ponía más cara de vinagre de la que ya tenían cuando un ciudadano jota les venía por los cerros de oriente diciendo que él no estaba ofendiendo a nadie porque el ciudadano zeta asumía la diversión de la risa. El general sinvergüenza se enfureció con este tipo de osadías que calificó de blasfemias de corazón y esencia por lo que, al cabo de unas noches en las que su cara gris se tornaba muy negra, tomó la irreversible decisión de suprimir, vía decreto, toda posible intención de modificar la conducta gris de la ciudadanía.
Estableció penas muy duras contra aquellos descarriados y pronto las cárceles se llenaron de una horda de payasos vitalicios que no pudieron desaprender el camino de la risa, que es el que les había mantenido vivos durante tantos años. Ver las cárceles sin plazas hizo pensar a los ciudadanos en lo peor cuando lo peor ya estaba en marcha. Fue como hacer un curso intensivo de tristeza y malhumor porque estos eran los únicos gestos faciales exentos de culpabilidad. Y así, bajo la batuta del general sinvergüenza, se fueron consolidando generaciones de ausentes emocionales.
De hecho, con el tiempo los propios ciudadanos asumieron su obligación de censores, por lo que el ejército de almas dejó de tener un papel activo. El general estaba muy satisfecho con sus paisanos e incluso se permitió el esfuerzo de regalarles a todos un traje, y lo comunicó con una carta que era igual para todos los ciudadanos. Como el traje. Era una vestimenta de color gris que hacía buen conjunto con la cara de sus portadores. Los ciudadanos agradecieron la ofrenda, pero muchos pensaron que bastante tenían ya con cargar con su vinagre facial, así que prefirieron seguir vistiendo sus prendas de colores cálidos. Pero esto le sentó muy mal al general sinvergüenza, fue como una patada en pleno vientre. Se volvió a enfurecer y dictó otro decreto con normas de indumentaria.
Cierto día llegó al lugar un extranjero muy cálido que hacía fotos a todo lo que veía. Era el primer extranjero que se divisaba por aquellas tierras desde tiempos anteriores al sánscrito, así que todo el mundo le miraba con desconfianza. Hete aquí que el extranjero se encontró con el niño y le invitó a pelar naranjas mientras le comentaba jocosamente lo raro que encontraba que toda la gente cargase con unos rostros tan pesados. Las leyes del general no impedían que los foráneos pudiesen dibujar miradas brillantes y vestir alegres colores, así que poco se podía hacer con aquel descarriado que no dejaba de hacer fotos. El niño enseguida le cogió confianza y cada tarde acudía donde él con naranjas para pelarlas. Lo hacían sobre todo al anochecer cuando una naranja más grande se iba a dormir.
Al cabo de unas cuantas naranjas peladas y alguna que otra conversación, el extranjero le hizo un dibujo de un niño riendo, le dio dos besos, uno por moflete, y se despidió de él porque tenía que marchar muy lejos, decía. El niño miró el dibujo y lo encontró bonito pero extraño. Se parecía muchísimo a él, aunque no era él por un pequeño detalle. Se pasó tardes de naranjas peladas observándolo hasta que un día el ejército de almas le sorprendió bajo un palmeral.
El hallazgo fue comunicado inmediatamente al general sinvergüenza, a quien se le dijo que el niño había intentado reír, que no lo había conseguido todavía pero que faltaría poco para que fuera así. El general se puso nervioso, y, tras colocarse como de costumbre la hebilla de oro del cinturón con cabeza de serpiente, mandó convocar manifestaciones multitudinarias y destruir el dibujo. Minutos después los más grises de la ciudad protestaban al unísono con las caras más agrias que se recuerdan por el lugar contra el dibujo del niño. El general suprimió todo contacto con el exterior y el niño siguió sin reír.
1 comentarios:
Mi estimado Igor, no sé porque me quedé pensando que eso no pasaría de este lado de las cosas, en tierra caliente nos podrá llevar la chingada pero seguimos así, con la mentada sonrisa en la boca. Un abrazo grande
Publicar un comentario
Suscribirse a Enviar comentarios [Atom]
<< Inicio