Hace tan poco. Hace tanto
Hace algo más de un año tomaba té caliente con unos amigos en un ambiente relajado. Iba camino de Dublín pero decidí hacer una parada en Berlín para recordar momentos. Era un verano de obras. Obras por todas partes. Faltaban unos meses para el Mundial de fútbol y en la capital alemana se apresuraban a terminar la gigantesca Lehrterbahnhof, que hoy en día se ha convertido en la estación de trenes más grande de Europa. El interminable y polémico monumento a la memoria del Holocausto también estaba a punto de ser inaugurado. Era un verano con un clima político caldeado. Un SPD maltrecho que había perdido casi todas sus posesiones federales –incluidos territorios tradicionalmente muy afines- se había visto obligado a convocar elecciones anticipadas. Schröder estaba en las últimas y su política de cambios y reformas le alejaba de la cancillería. Y entre tanto, un Berlín frenético, insaciable, se preparaba para festejar el decimoquinto aniversario de la reunificación alemana.
¿Festejar? Aquí desde hace tiempo ya nadie habla de fiestas. Los programas radiofónicos buscan protagonistas para que les cuenten lo profunda que es la grieta entre las dos Alemanias, lo vacíos que están los pueblos por Brandenburgo o Sajonia porque ya sólo se quedan los viejos y los parados, y los ceros de menos que cobra un trabajador a medida que uno va hacia el este. Hace algo más de un año un alemán de Baviera, en un estado de honesta y efervescente sinceridad, me confesaba que Alemania después del III Reich debería haber dejado de existir. En sus ojos las pupilas negras infinitas escupían tristeza. Era una extraña mezcla entre vergüenza y odio hacia sus propias raíces que sin duda se hubiera arrancado, de haber podido, para plantarse de nuevo en un rincón de la Historia más benévolo y con menos conciencia. Es decir, donde esta pesase menos. Sus 25 pagaban platos rotos 60 años atrás. Para él, la reunificación no era el problema de partida. Sus tesis apostaban por una desintegración total, un puzzle en el que las piezas nunca más pudiesen volver a encajar porque sencillamente no se lo merecían.
Tal hipótesis me dejó helado, sentí vértigo. En fin, pensé que las cosas no tienen porqué ser necesariamente. ¿Cómo sería el mundo hoy sin Alemania? A lo mejor no demasiado diferente. A lo mejor irreconocible. En el fondo y ciertamente debido a mi germanofilia me entró algo de melancolía. Poco más de una década de fatalidad podía haber echado por la borda siglos de trabajo. Además cuál de las más antiguas naciones-estado no ha cometido crímenes de los que arrepentirse. Ninguna. De hecho, muchas siguen festejándolos. En Alemania, todavía hacen falta algunas generaciones para que los alemanes se sientan alemanes sin tener que mirar de reojo al pasado. El más lejano les golpea por fuera, el más cercano les golpea por dentro. Este otoño se han cumplido 16 primaveras y los comentaristas insinúan jugando con lo de la edad de la adolescencia que son momentos de inseguridad. Que todavía hacen falta otros 16 años para llegar a la edad adulta.
¿Festejar? Aquí desde hace tiempo ya nadie habla de fiestas. Los programas radiofónicos buscan protagonistas para que les cuenten lo profunda que es la grieta entre las dos Alemanias, lo vacíos que están los pueblos por Brandenburgo o Sajonia porque ya sólo se quedan los viejos y los parados, y los ceros de menos que cobra un trabajador a medida que uno va hacia el este. Hace algo más de un año un alemán de Baviera, en un estado de honesta y efervescente sinceridad, me confesaba que Alemania después del III Reich debería haber dejado de existir. En sus ojos las pupilas negras infinitas escupían tristeza. Era una extraña mezcla entre vergüenza y odio hacia sus propias raíces que sin duda se hubiera arrancado, de haber podido, para plantarse de nuevo en un rincón de la Historia más benévolo y con menos conciencia. Es decir, donde esta pesase menos. Sus 25 pagaban platos rotos 60 años atrás. Para él, la reunificación no era el problema de partida. Sus tesis apostaban por una desintegración total, un puzzle en el que las piezas nunca más pudiesen volver a encajar porque sencillamente no se lo merecían.
Tal hipótesis me dejó helado, sentí vértigo. En fin, pensé que las cosas no tienen porqué ser necesariamente. ¿Cómo sería el mundo hoy sin Alemania? A lo mejor no demasiado diferente. A lo mejor irreconocible. En el fondo y ciertamente debido a mi germanofilia me entró algo de melancolía. Poco más de una década de fatalidad podía haber echado por la borda siglos de trabajo. Además cuál de las más antiguas naciones-estado no ha cometido crímenes de los que arrepentirse. Ninguna. De hecho, muchas siguen festejándolos. En Alemania, todavía hacen falta algunas generaciones para que los alemanes se sientan alemanes sin tener que mirar de reojo al pasado. El más lejano les golpea por fuera, el más cercano les golpea por dentro. Este otoño se han cumplido 16 primaveras y los comentaristas insinúan jugando con lo de la edad de la adolescencia que son momentos de inseguridad. Que todavía hacen falta otros 16 años para llegar a la edad adulta.
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