lunes, marzo 17, 2014

La palabra y el silencio

La palabra escrita es contundente. Se puede leer una y otra vez. Puedes ampliar el tamaño y cambiar la fuente pero queda igualmente grabada. La palabra oral, en cambio, se la lleva el viento. Es posible moldearla al gusto y mitigar su trascendencia. Se puede incluso obviar su conocimiento. La memoria suele ser benévola y ayuda a este cometido. Alguien me dijo una vez algunas de estas cosas. Puede que no con esta claridad ni con el mismo sentido. La memoria no es una de las ciencias más exactas. Mi interlocutor era en todo caso un partidario de la palabra oral como medio adecuado para las situaciones comprometidas, aquellas en las que la comunicación se examina en detalle desde todos sus vértices.

¿Pero qué sucede cuando no se quiere o no se puede comunicar ni de manera oral ni escrita? El silencio es silencio, no es escrito ni oral. Es ambas cosas y es ninguna. También es infinitamente interpretable. En lengua española se dice que quien calla otorga. Esta máxima popular, confirmada en la práctica muchas veces, es cuanto menos cuestionable. A mí no me gusta el silencio. Generalmente me incomoda porque no sé convivir con él. Con el afán de romperlo, promuevo a menudo conversaciones estériles. El único objetivo de las interacciones es precisamente esquivar el silencio y no tanto mantener una conversación útil y provechosa para las partes implicadas.

Siempre he sido partidario de comunicar, de explicar las cosas. A veces quizás las expliqué demasiado. O demasiado mal. El acierto es algo muy subjetivo, ¡para qué engañarnos! Mi voluntad fue con frecuencia aclaratoria, no obstante. Quise deshacer enredos y apagar fuegos. Expandir conocimiento, retratar injusticias o simplemente dar un golpe en la mesa. Y utilicé tantos medios como mensajes. Ya fuera una carta comprometedora, un escrito sesudo o un tweet agitado. Una llamada telefónica fugaz, una conversación a deshora, un susurro imperceptible o un guiño travieso.

Como periodista no comunicar cuando existe necesidad de hacerlo podría ser comparable a tener que hacer un día el pan sin la masa que da forma a las crujientes barras que comemos con gusto. Dile a un panadero que cocine un pan sin harina o que haga la tarta de chocolate sin chocolate. Es probable que te conteste que no le toques las narices ni las orejas. Ahora bien, dile a un periodista que escriba su artículo sin palabras o sin las palabras importantes. Hoy no puedes utilizar crimen, amor ni misterio; solo hecho, relación y situación. Golpe duro. Pídele que no escriba y aún será peor. Una culebrilla molesta se introducirá en su cuerpo y lo recorrerá constantemente. El periodista se tomará el café sin azúcar para congeniar con su amargo temperamento.


Creo que hay más miedo a la palabra que al silencio. El silencio es un bosque frondoso y abrigado en el que uno se puede esconder tanto si llueve a cántaros como si hace sol. La palabra, ya sea oral o escrita, puede ser una caminata feliz en un día soleado o un paseo entre prados embarrados con violentos granizos y un viento infernal. Puede que el granizo dure lo que dura un cubito de hielo en el desierto de Rajastán en verano, pero si estás fuera del bosque te agarra. En un momento tienes más agua en tu ropa que la que albergan todo el mar Cantábrico y parte del Mediterráneo juntos. Así todo, más que pillar un resfriado, el verdadero fracaso es quedarse siempre a la sombra. Dejar pasar los días soleados uno tras otro por miedo al granizo. Renunciar al paseo primaveral. Yo me quedo con el granizo.