La palabra y el silencio
La palabra escrita es contundente. Se puede leer una y otra
vez. Puedes ampliar el tamaño y cambiar la fuente pero queda igualmente grabada.
La palabra oral, en cambio, se la lleva el viento. Es posible moldearla al gusto
y mitigar su trascendencia. Se puede incluso obviar su conocimiento. La memoria
suele ser benévola y ayuda a este cometido. Alguien me dijo una vez algunas de
estas cosas. Puede que no con esta claridad ni con el mismo sentido. La memoria
no es una de las ciencias más exactas. Mi interlocutor era en todo caso un
partidario de la palabra oral como medio adecuado para las situaciones
comprometidas, aquellas en las que la comunicación se examina en detalle desde
todos sus vértices.
¿Pero qué sucede cuando no se quiere o no se puede comunicar
ni de manera oral ni escrita? El silencio es silencio, no es escrito ni oral. Es
ambas cosas y es ninguna. También es infinitamente interpretable. En lengua
española se dice que quien calla otorga. Esta máxima popular, confirmada en la
práctica muchas veces, es cuanto menos cuestionable. A mí no me gusta el
silencio. Generalmente me incomoda porque no sé convivir con él. Con el afán de
romperlo, promuevo a menudo conversaciones estériles. El único objetivo de las
interacciones es precisamente esquivar el silencio y no tanto mantener una
conversación útil y provechosa para las partes implicadas.
Siempre he sido partidario de comunicar, de explicar las
cosas. A veces quizás las expliqué demasiado. O demasiado mal. El acierto es
algo muy subjetivo, ¡para qué engañarnos! Mi voluntad fue con frecuencia
aclaratoria, no obstante. Quise deshacer enredos y apagar fuegos. Expandir
conocimiento, retratar injusticias o simplemente dar un golpe en la mesa. Y
utilicé tantos medios como mensajes. Ya fuera una carta comprometedora, un escrito
sesudo o un tweet agitado. Una llamada telefónica fugaz, una conversación a
deshora, un susurro imperceptible o un guiño travieso.
Como periodista no comunicar cuando existe necesidad de hacerlo
podría ser comparable a tener que hacer un día el pan sin la masa que da forma
a las crujientes barras que comemos con gusto. Dile a un panadero que cocine un
pan sin harina o que haga la tarta de chocolate sin chocolate. Es probable que
te conteste que no le toques las narices ni las orejas. Ahora bien, dile a un
periodista que escriba su artículo sin palabras o sin las palabras importantes.
Hoy no puedes utilizar crimen, amor ni misterio; solo hecho, relación y
situación. Golpe duro. Pídele que no escriba y aún será peor. Una culebrilla
molesta se introducirá en su cuerpo y lo recorrerá constantemente. El
periodista se tomará el café sin azúcar para congeniar con su amargo
temperamento.
Creo que hay más miedo a la palabra que al silencio. El
silencio es un bosque frondoso y abrigado en el que uno se puede esconder tanto
si llueve a cántaros como si hace sol. La palabra, ya sea oral o escrita, puede
ser una caminata feliz en un día soleado o un paseo entre prados embarrados con
violentos granizos y un viento infernal. Puede que el granizo dure lo que dura
un cubito de hielo en el desierto de Rajastán en verano, pero si estás fuera
del bosque te agarra. En un momento tienes más agua en tu ropa que la que
albergan todo el mar Cantábrico y parte del Mediterráneo juntos. Así todo, más
que pillar un resfriado, el verdadero fracaso es quedarse siempre a la sombra.
Dejar pasar los días soleados uno tras otro por miedo al granizo. Renunciar al
paseo primaveral. Yo me quedo con el granizo.