sábado, febrero 25, 2012

¿Y si a nadie le importa la muerte del periodismo?

Alguien dijo en una ocasión, con ironía y tal vez algo de acierto, que lo peor de la muerte del periodismo es que alguien tendrá que contarlo. La frase, dramática y bonita al mismo tiempo, deja una ventana entreabierta para un rayo de esperanza. Es una perfecta metáfora de esa necesidad de seguir contando lo que sucede en este mundo terrenal para satisfacer algo tan humano como la curiosidad.

La frase rezuma puro optimismo en su esencia. De ella se desprende que pese a la muerte del periodismo, el oficio seguirá sobreviviendo de alguna u otra manera, con un nombre distinto, con un traje renovado hecho a la medida de los nuevos tiempos.

El problema de la frase es que está escrita en un lenguaje hipotético. Pura ficción y conjetura. La realidad es por contra mucho más difícil que una frase bonita. La muerte en este caso no es un golpe seco ni un breve suspiro final, ni siquiera una carrera rápida con salto al vacío incluido tras el que todo vuelve a comenzar.

El final es más bien una lenta y dura agonía. Es un cáncer con metástasis que afecta a todos los órganos. Primero ataca a los menos esenciales, quizás por ser estos solo estéticos. Luego golpea a todos aquellos prescindibles y, finalmente, el mal es tremendamente caprichoso y afecta a las partes más vitales de la profesión.

Las radios, las televisiones y los diarios cierran, empantanados en números rojos y deudas. Cierran con más pena que gloria, sin que nuestra generación frustrada pueda o sepa hacer gran cosa por evitarlo.

De la noche a la mañana desaparecen cabeceras y cientos, miles de periodistas pierden sus trabajos. Pasan a deambular entre la precariedad y la dignidad en un escenario hostil. Los medios que sobreviven se hacen de piel dura: recortan, reducen, repiten y refríen. Y vuelven a recortar, reducir, repetir y refreir para seguir sobreviviendo. Es un bucle.

El fin empieza a ser básicamente eso: sobrevivir. El objetivo principal ya no es aproximarse a la verdad, intentar entenderla e informar de lo que sucede para ofrecer más tarde las claves de lo que sucederá. Ahora se trata, tristemente cada vez más, de aparentar lo mejor posible que nos enteramos de lo que sucede y que lo hacemos lo bastante rápido como para plantar nuestra elucubración en el primer noticiero y en las portadas de los digitales.

Todavía se puede a veces hacer buen periodismo. Un periodismo de fuentes contrastadas, de terreno y de perspectiva, de análisis en profundidad. Con suerte, un día uno encuentra un ángulo radicalmente nuevo que sorprende y arranca elogios en medio de un mar gris de contenidos anodinos. Todavía se puede sentir en ocasiones el cosquilleo en el estómago que producen las situaciones de intensidad. Pero el cosquilleo está en vías de extinción.

Lo paradójico es que la última crisis de identidad del periodismo haya llegado en medio de la eclosión de internet, un océano lleno de oportunidades. Es curioso que en el momento en que hemos tenido más herramientas que nunca a nuestro alcance hayamos sido incapaces de diseñar un producto atractivo para los nuevos jóvenes y hayamos fracasado de paso en conservar la fidelidad de los más mayores.

No solo eso no ha sido posible, sino que ahora nuestra credibilidad está por los suelos más fangosos. Y seguimos sin querer mirar de frente y con valentía al desarrollo lógico de los acontecimientos. Seguimos ciegos. Tanto que tras la anunciada muerte del periodismo, quizás la gente crea que no es imprescindible que alguien la cuente. Lo peor no es la muerte. Lo peor es la indiferencia.